Hace unos días en tertulia con varios amigos, estuvimos comentando un discutido artículo, que pudimos leer este verano, en una revista mensual murciana de sociedad y política. El artículo en cuestión consistía en una severa crítica gastronómica a un restaurante recientemente inaugurado en La Manga del Mar Menor donde textualmente nuestro “Anton Ego” murciano escribía lo siguiente:
“Uno llega y se sienta. Aparece el sumillier y le pides un vino fresquito. El encorsetado caballero puesto de pajarita te sirve un aguado vino de Oregon (made in EEUU) cantando en interminable letanía las virtudes del mismo. Sin mediar palabra, sin carta y sin precios comienza un despliegue del menú degustación por gracia de la casa.
Para empezar: Jamón con el sello de “Hu” que o responde a Huelva sino a Hungría, seguido de una cosa parecida al danone con dos rodajitas minúsculas de pulpo, y justo al lado un trocito (parecía masticado por la dentadura de la abuela) de salmón ahumado moteado por caviar de la tierra.
El segundo: Carpaccio de reno en plan “ostili” trasparente. Si, lo han leído bien, de reno, ése cérvido que traslada a Santa Claus en la Pascua, pero ni estábamos en Laponia ni se trataba de celebrar la navidad. Era La Manga y junto a dos mares.
El Tercero: Foi de no sé qué que cogía en una muela (como la falange del dedo índice) enmascarado con azúcar moreno, por supuesto con un perdigón de mermelada.
Y para colmo: Bacalao ultracongelado (lo explicaron en plan científicos de la Nasa) que no se lo hubiera comido ni un enfermo en artículo mortis por inanición. Justo al lado de la mesa, y para mayor intimidad, una camarera golpea con la zaranda el polvo de los sillones.
Factura: 303 euros.
El lugar tiene vocación de “chic” a no ser por la cortina negra con lamparones que separa el comedor de la barra y por las puertas abiertas de los lavabos que despiden efluvios a orines emponzoñados con ambientador de fresa.
Que te arrimen un bacalao ultracongelado junto a las Encañizadas del Mar Menor es un pecado capital, sobre todo cuando no proporcionan una carta de platos y sus respectivos precios y la casa se desentiende sirviendo lo que les viene en gana. Lamentable por los trescientos del ala y por salir en ayunas, eso sí, el lugar, insisto, perfecto gracias al paisaje.
Lamentable y para no volver.”
Esta crítica gastronómica, publicada sin firmar, incluso teniendo en el fondo razón, que no lo voy a discutir, me parece innecesaria en sus formas. Todos somos exigentes hoy en día en un restaurante, valoramos mucho la relación calidad/precio tanto del servicio como la del menú, pero hay otras formas para expresar nuestro desacuerdo. Escribir unas cuantas letras intentando tirar por tierra el trabajo, ilusión y esfuerzo de muchas personas, no lo considero adecuado. Un crítico debería de tener en cuenta que con sus palabras está condicionando el comportamiento de sus lectores, y aunque la crítica no debe de estar exenta de sinceridad, sería deseable manifestar su desagrado en otros términos.
En mi opinión estoy de acuerdo con el dicho de que los críticos no deberían pretender cambiar el mundo ni hacer que algo funcione, simplemente decir que no funciona, pero la forma en que lo expresen debería de ser tenida en cuenta.
Una crítica gastronómica debería de ser constructiva, valorada por los chefs y propietarios del restaurantes para mejorar. Pero la crítica más importante es la de los comensales, los clientes que a diario acuden al restaurante, y no la del crítico por muy preparado que este.
Yo particularmente como crítica gastronómica siempre me quedaré con la del auténtico Anton Ego al Restaurante Gusteau’s al final de la entrañable película Ratatouille.
En muchos sentidos, el trabajo de un crítico es fácil. Arriesgamos poco porque gozamos de una posición que está por encima de los que exponen su trabajo y asumimos nuestro criterio. Nos regodeamos en las críticas negativas que son divertidas de escribir y de leer. Pero el hecho más amargo que debemos de afrontar los críticos, es que a la hora de la verdad, cualquier producto mediocre tiene probáblemente más sentido que la crítica en que lo tachamos de basura. Pero hay veces en la que un crítico realmente se arriesga, en pro del descubrimiento y la defensa de algo nuevo. El mundo es hostil para los nuevos talentos y las nuevas creaciones, lo nuevo necesita amigos. Anoche yo viví una nueva experiencia, una comida extraordinaria precedente de alguien singularmente inesperado. Afirmar que tanto la comida como el cocinero han cuestionado mis ideas preconcebidas sobre la buena cocina, sería quedarse muy corto. Me han estremecido hasta lo más profundo. En el pasado nunca oculté mi desdén sobre el lema del Chef Gusteau: Cualquiera puede cocinar. Pero me doy cuenta que no había comprendido lo que realmente quería decir con ello. No es que cualquiera pueda ser un artísta sino que los grandes artistas pueden proceder de cualquier lugar. Resulta difícil imaginar orígenes más humildes de los del genio que cocina hoy en Gusteau y que en opinión de un servidor es nada menos que el mejor chef de Francia. Volveré pronto a Gusteau hambriento de más creaciones."- Anton Ego.
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